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sábado, 27 de agosto de 2011

Más de 4.500 incondicionales arroparon a la Pantoja en el Coliseum


«Isabel, yo me llamo Isabel»

Más de 4.500 incondicionales arroparon a la Pantoja en el Coliseum
. Gracias. Te mira a los ojos. Te dice que es honesta con él y contigo. Que a él lo quiere, que a ti te ha olvidado. Que si quieres seréis amigos, que ella te ayuda a olvidar el pasado. Y te invade una sensación... Isabel Pantoja se confesó ayer ante más de 4.500 almas en el Coliseum coruñés. Pasaban seis minutos de las diez cuando arrancó la orquesta con una ensalada instrumental de estribillos, un entrante, antecedido por una ovación cerrada: «¡Isabel, Isabel, Isabel...!». Y salió la de Sevilla, blanca como una novia de verano, y abrazó a su público abrazándose a ella misma. «Con la gente que me gusta, me dan las claras del alba, compartiendo madrugadas, palabras risas y luna...». Era una declaración de intenciones efectista, con los coruñeses dándose por aludidos. Zalamera -«me quito el sombrero ante ustedes»- remató: «Me gusta Galicia».

Pasodoble en la segunda para desmemoriados. «Isabel, yo me llamo Isabel...» «¡Pantoja!» respondía el público, que tenía la respuesta a huevo. Desde que ella nació, su nombre y sus apellidos, son los suyos, son los suyos, recalcó.

Hubo que esperar para los grandes éxitos. Pero llegaron. Antes había llegado un ramo de rosas, justo después del Garlochí. «Dicen que hay toros azules..». Silencio. Una espontánea impaciente anticipaba, como un karaoke precipitado, un estribillo que debería ser patrimonio del Estado: «¡Háblame del mar, marinero!»; ya es mala suerte no ver el mar en A Coruña. Sentada en la banqueta del pianista, a la Pantoja se la comieron a aplausos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El artículo tiene segiunda parte:

Confesión ante una legión de fieles que la perdonaron sin penitencia.

No había manera de callar a las voces impulsivas que, en los silencios y respiraciones, no perdían la oportunidad de piropear a la artista hasta la exageración, olvidando que un músico necesita cumplidos, pero también silencio. Y oxígeno.

Se nota que la gente se sabe su vida y aplaude con más rabia aquellas estrofas que, se supone, se refieren a capítulos más o menos públicos de la biografía de Isabel Pantoja Martín. Ella misma lo decía: «Os estoy recordando las canciones de mi vida». Marinero de luces, una larga metáfora que habla de lo que toda España sabe, antecedió a Nada, que es un desprecio a los falsos; nadie que bese mintiendo engaña a la Pantoja. Dejó los pecados para las once: «Hoy quiero confesar...». Y confesó voluntaria, y una apoteosis de fieles entregados la absolvió saltándose la penitencia. Nadie como Isabel para el tiempo cuando la canción acaba y ella se queda tiesa y entregada, con un brazo abierto, como una diapositiva.

Así fue era otra de las esperadas. No estaba en manos del público enamorarse, pero todos lo hicieron a coro. Un tsunami de brazos remachó el estribillo y abanicó el recinto: «Soy honesta con él y contigo...». Tan entregado estaba el público que parecía que todos hubieran despachado alguna vez, con saña, a un amor que no prosperó. A las once y media, la gigantesca olla redonda que es el Coliseum hervía de entusiastas, de canciones, de pantojismo.

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