Paquirri, aquella tarde de septiembre a principio de los años ochenta, toreaba en Teruel y, a menos de una hora por carretera, en las fiestas patronales de Utrillas estaba anunciado un concierto de Isabel Pantoja. Lo que había visto del diestro en la televisión me gustaba mucho: Seriedad en la lidia y un enorme poderío durante cada uno de los embroques del segundo tercio. A la tonadillera de nada la conocía, ni chicha ni limoná que nunca la había escuchado, ni la había visto actuar.
El concierto se hacía esperar y
entre el público se escuchaba un runrún. Al parecer el torero y la cantante andaban liados de amores y, aunque era vox populi, ni yo estaba enterado ni la relación se había hecho oficial. El cotilleo sirvió de poco cuando el retraso para el comienzo del evento ya era considerable. Fue entonces cuando saltó al albero un espontáneo con la intención de entretener al respetable. Aquel valiente y templado capotazo de El Salinas todavía se recuerda en Utrillas.
La tonadillera llegó tarde pero llegó. El público estaba soliviantado y la recibió de uñas y yo, que aún era menor de edad y grababa cintas de la incipiente movida madrileña, me quedé boquiabierto cuando aquella hermosura, envuelta de rebolera y salero, se subió al tablado para meterse al público en el bolsillo.
Isabel Pantoja se presentó ayer en la Sala Mozart del Auditorio de Zaragoza y hasta allí acudí después de tantos años, para comprobar si aquel deslumbramiento había sido fetén o solo luz juvenil de gas.
El espectáculo comenzó con un video retrospectivo que mostraba algunos de los momentos de su biografía artística y entonces llegó el primer aplauso del público cuando apareció una foto de nuestra anfitriona acompañada de Lola Flores. El mensaje, por si en la sala se encontraba algún despistado, no podía ser más claro. Tras los recuerdo llegó el magnífico sonido que nos brindó la orquesta. A la derecha la máquina del ritmo con piano, batería y percusión, junto a la guitarra eléctrica y el bajo. Al otro lado, en la tarima de la izquierda, una sección de cuatro vientos, dos coristas y el tipo de los teclados, que uno se para a pensar que un combo de doce músicos es un lujo en estos tiempos y, sin embargo, que bonito hubiera quedado una sección de cuerda.
El sonido de la banda era espectacular, limpio y sin estridencias, cada instrumento tenía su
espacio y las voces anunciaban lo que todo el mundo esperaba. Isabel Pantoja apareció en formato Diva, envuelta de negro noche y un tintinear de estrellas abrazas a su piel. Ahí estaba, elegante en las hechuras, con esos andares que llenan un escenario y que tan pronto se paran como caminan, que siempre saben a dónde van y en que lugar detenerse, vaivén que parece fácil pero no lo es. El micro agranda su voz que me llega excesivamente metálica. Sufro pero ella juega con la técnica de ahora escondo el micro y mira que bien suena mi voz. Es un efecto que realizará bastantes veces a lo largo de la noche y que se agradece en una sala como la Mozart diseñada para escuchar y porque la voz de La Pantoja tiene una tesitura agradable que no necesita de amperios, amplificadores y cables. El técnico de sonido ya se había puesto las pilas cuando la tonadillera amarró el pie de micro y ahí, estática, demostró como domina y ejecuta el valor de la palabra elegancia. Esa es una de sus virtudes, la facilidad para pasar de la distinción gestual y vocal, a la farándula arrebatada de
faraonear hasta casi llegar al grito y el desafuero de sentir
Sevilla desgarrada y usted quizás no lo comprenda si no ha cruzado el puente de Triana que une Sierpes, la Macarena y la Esperanza de Triana y para otro día les cuento mi encuentro agnóstico con esa iconografía capaz de desbaratar pasión y energía a raudales.
La Pantoja se estaba gustando y nos vendió el veneno que se posa en sus labios y caderas hasta que, entre susurros, nos confesó que desde su ventana el mar no se ve. Será por eso que Isabel se quedó sola con el piano para volver a Sevilla desgarrada por una sevillana que habla de cuanto se nos muere en el alma cuando un amigo se va y, después de mostrar la limpieza de su arte tras dos horas de actuación, tuvo Isabel un momento de afectación. Nada importante, no se preocupen, un pequeño tropiezo en ese terreno peligroso de cuando uno se gusta y en ese gustarse se olvida un poco del mundo. La Pantoja consigue unas interpretaciones musculosas en las que todo suena a verdad, algunas veces contenidas y otras desbordadas, en esos terrenos tan fructíferos es fácil caer en la afectación, y la afectación es el peor de los males para cualquier tipo interpretación. Por eso le vino bien a la tonadillera tomarse un breve descanso mientras la orquesta nos deleitaba con “Francisco Alegre” ese pasodoble torero que pide fiesta y Plaza Mayor.
La Pantoja regresó con bata de cola y el color de los pelícanos para poner sobre las tablas la reivindicación de la más grande y cantar, como si fuera La Piquer, una versión espectacular de “Suspiros de España” Y es en ese terreno dónde viene mi queja. Me he quedado con ganas de más copla, un repaso básico a las tonadas del género, hay que reivindicar la copla una y otra vez znte quienes aún confunden modernidad con actualidad (enlatada y fabricada en cadena)
Desde el comienzo de la actuación dos sillas vacías anunciaban cuadro flamenco y, cuando ya llevábamos dos horas y media de espectáculo, por allí se sentaron dos guitarras, un cajón y un dúo de palmeros al jaleo y los cantes. Cantes por derecho para poner de manifiesto, por si usted es de aquellos que aún no tienen en su discografía el icono de Martirio y la profundidad del maestro Poveda, que la copla de ojos verdes casa perfectamente con el flamenco. Así que, mientras la orquesta deja paso a La Pantoja envuelta de lunares blancos: Soniquete. Soniquete para esas manos de remolino y vueltas en los pies, que a la guitarra le gusta ver que la cantaora gira y gira retrasando el momentito de cantar por lo hondo o por lo festivo, que eso tiene de bueno el flamenco, que usted puede cantarle a la vida o la muerte, con alegría o quejío. Y La Pantoja domina los palos, acierta en el cante y tiene gracia y estilo con esos bailecitos tan esquemáticos como interesantes, finura y elegancia, pa´que queremos más.
El fin de fiesta puso al todo el público en pie con una de esas canciones que hicieron popular a La Pantoja cuando en este país sólo había dos cadenas de televisión. Una de esas letras que han pasado por nuestra vida aunque sea en un karaoke. Una canción para recordarnos a Isabel, a usted y a mí que no tengamos cuidado cuando se me enamora el alma, se me enamora
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